Dios siempre está presente, pero no todos lo reconocen porque a veces el ruido del mundo, las preocupaciones o el dolor nublan su voz. Jesús dijo:
“Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8).
Esto significa que no se trata de ver con los ojos del cuerpo, sino con los del corazón.
La fe nos enseña que Dios no siempre se muestra en lo espectacular, sino en lo sencillo: en una palabra de consuelo, en una mano que ayuda, en una oración sincera. Elías descubrió que Dios no estaba en el viento, ni en el fuego, ni en el terremoto, sino en “el susurro de una brisa suave” (1 Reyes 19:11-12).
Como misioneros samaritanos, estamos llamados a ser ese susurro de Dios para los demás. Nuestra misión es hacer visible al Dios invisible a través del amor, la escucha, la presencia y el servicio. Cuando ayudamos a un enfermo, cuando oramos con alguien que sufre, cuando compartimos un gesto de compasión, Dios se hace presente en nosotros y a través de nosotros.
Así, aunque muchos no lo vean, Dios actúa poderosamente en cada obra de misericordia.