Cada persona ha sido creada con un propósito único. Dios no hace nada al azar. Jeremías escuchó la voz del Señor decirle:
“Antes que te formara en el vientre te conocí, y antes que nacieras te santifiqué; te di por profeta a las naciones” (Jeremías 1:5).

Descubrir la misión de vida no es cuestión de suerte, sino de escucha y obediencia. Dios nos guía paso a paso, no con mapas completos, sino con luces diarias. Romanos 12:2 nos enseña:
“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.”

Como fraternidad del Buen Samaritano, entendemos que nuestra misión no es solo hacer el bien, sino encarnar la compasión de Cristo en cada lugar donde haya dolor, soledad o necesidad. Descubrimos nuestra misión cuando, al servir a los demás, sentimos paz, sentido y presencia de Dios.

Nuestra vida misionera es una respuesta de amor: somos llamados a ser testigos vivos de la misericordia de Dios, llevando su luz donde otros solo ven oscuridad.