En la Biblia vemos que Dios nunca nos abandona, incluso en los momentos más difíciles. El profeta Isaías nos recuerda: “Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti” (Isaías 43:2). Esto significa que aunque el dolor exista, Dios camina con nosotros en medio de la prueba.

Jesús mismo sufrió en la cruz, y allí nos mostró que el dolor no tiene la última palabra, sino la vida y la esperanza. Como dice San Pablo: “Sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos 8:28). Incluso lo que no entendemos, Dios lo transforma en bendición.
Reconocemos su presencia cuando, en medio del sufrimiento, sentimos una paz que no viene del mundo (Juan 14:27), cuando recibimos la ayuda de un hermano que nos tiende la mano, o cuando nuestro corazón se fortalece en la oración.
Para nosotros, misioneros samaritanos, esto significa ser instrumentos visibles de la presencia de Dios en el dolor de los demás: acompañando al enfermo, escuchando al que llora, llevando esperanza al que se siente solo. Así cumplimos lo que Jesús dijo: “Lo que hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron” (Mateo 25:40).