Porque el camino de Dios va contra lo que el mundo nos ofrece: comodidad, orgullo, egoísmo y placer inmediato. Jesús mismo lo dijo con claridad:
“Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella. Porque estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mateo 7:13-14).
Seguir a Dios implica renunciar a cosas que no agradan a su corazón: perdonar cuando nos hieren, servir cuando estamos cansados, hablar con amor cuando podríamos responder con enojo. Por eso parece más difícil, porque el camino de Dios no busca lo más fácil, sino lo más verdadero y eterno.
Pero no caminamos solos. Jesús prometió: “Mi yugo es fácil y ligera mi carga” (Mateo 11:30). Cuando caminamos con Él, la dificultad se convierte en oportunidad para crecer en fe. El Espíritu Santo nos fortalece, y poco a poco el amor de Dios transforma nuestro corazón.
Como misioneros samaritanos, estamos llamados a mostrar con la vida que vale la pena seguir a Cristo, aunque el camino sea exigente. Cada acto de servicio, cada gesto de amor y cada sacrificio hecho por los demás es una manera de caminar por la senda del Reino.
Al final, el camino del mundo ofrece placeres que pasan; el camino de Dios ofrece una alegría que permanece para siempre.